En
una calle de San José (Costa Rica)
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«El espíritu
histórico y el artista quieren, cada uno a su modo, rehacer el mundo. El
artista, por una obligación de su naturaleza, conoce los límites que el
espíritu histórico desconoce. He ahí por qué el fin de este último es la
tiranía en tanto que la pasión del primero es la libertad. Todos aquellos que
hoy luchan por la libertad vienen a combatir en última instancia por la
belleza. Desde luego que no se trata aquí de defender a la belleza por ella
misma. La belleza no puede prescindir del hombre y nosotros no daremos a
nuestro tiempo su grandeza y su serenidad si no es siguiéndolo en su desdicha.
Ya nunca seremos solitarios,pero no es menos cierto que tampoco el hombre puede
prescindir de la belleza y esto es lo que nuestra época parece querer ignorar.
Nuestro tiempo se empeña en alcanzar lo absoluto y el imperio de las cosas.
Quiere transfigurar el mundo antes de haberlo agotado, ordenarlo antes de
haberlo comprendido. Diga nuestro tiempo lo que dijere, lo cierto es que deserta
del mundo. Ulises retenido por Calipso pudo elegir entre la inmortalidad y la
tierra de su patria. Eligió la tierra y con ella la muerte. Una grandeza tan
sencilla nos es hoy ajena. Otros dirán que nos falta humildad. Pero esta
palabra a decir verdad, resulta ambigua. Semejantes a esos bufones de
Dostoyevski [sic] que se vanaglorian de todo, que saben hasta las estrellas y
terminan por hacer gala, en el primer lugar público, de su vergüenza, carecemos
únicamente del orgullo de hombres que significa fidelidad a sus propios
límites, amor sereno y consciente por su propia condición».
(CAMUS, Albert. El verano. Buenos Aires: Sur, 1958, p. 42-44).
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