«Estaba harto de esta vigilancia ininterrumpida de los vecinos, de los
compañeros, de sus niños, de su amante, de su esposa. “¿Dónde estabas? ¿Dónde
vas? ¿Por qué haces esto y no lo otro? Venga, ¡respóndeme! ¿Por qué no dices
nada? ¿En qué piensas? ¿En qué piensas ahora mismo? Dímelo, ¡dímelo!”
Un día se encerró a cal y canto. Aporrearon
su puerta. Calló. Le miraron por la ventana. Le miraron por la ventana. Corrió
las cortinas. Taladraron un agujero en la puerta, y vio un ojo que lo
observaba.
Al día siguiente, a las cinco de la mañana,
se puso un sombrero, cogió algunos libros y un paraguas. Después de caminar
treinta y tres horas, se instaló en un paisaje vacío y amplio, donde no había
nadie. Decidió quedarse allí para siempre. Primero pensó ocupar su tiempo con
los libros. Pero estar solo era una felicidad tan perfecta que quiso
disfrutarla en estado puro. No hizo, pues, nada, salvo, de vez en cuando, tomar
un sorbo de café de una taza que, milagrosamente, se colmaba sola.
Por desgracia un pintor lo descubrió.
Después de observarlo mucho tiempo con su telescopio, lo dibujó. A traición,
pérfidamente, como un asesino. ¡Que mueran los pintores que se prestan al juego
sucio de los fotógrafos! ¡Que sean empalados y capados los que violan el
refugio donde se ha exiliado una soledad!
Imploro a quienes hallaren este cuadro
indiscreto que lo destruyan de inmediato. ¡Pues es preciso impedir, al precio
que sea, que él lo vea! Si lo reconoce, su felicidad se derrumbará y no sé,
ciertamente no sé, qué será de él».
(KUNDERA, Milan y BUCHHOLZ, Quint. El libro de los libros: historias de
imágenes. Madrid: Lumen, 1998, p. 92-93).
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