Alcázar de Segovia, de Li-Shu Chen
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«Lo propio
de una ciudad ha de ser algo que encierre una exigencia constante y que sea al
par una dádiva. Un don de esos que obligan al que lo recibe sin que él se dé
cuenta o sin que sea necesario que se la dé. Algo inmaterial y que se
corporeiza, algo trascendente y que se convierte en pan de cada día. Algo que
corresponde, que ha de corresponder, a los elementos esenciales que forman la
figura, el cuerpo, la fisonomía de la ciudad.
Una
especial luz asiste a ciertas veras ciudades; una luz que sólo allá se da, que
conserva su identidad a través de innumerables ciclos de variaciones; una luz
que, como es vida, tiene su pasión y que llega a las cosas de una cierta
manera. No cae la luz en Segovia: la ciudad toda se alza hasta ella, la alcanza
en su crecimiento hasta llegar al nivel en que esa luz se da. No la persigue
como Toledo, ni está a punto de abrasarse en ella como en Cuenca, ni de
desleírse en ella, como en Granada. Entra en el nivel de la luz simplemente, como
si hubiera sido plantada, como esos árboles que crecen hasta que la encuentran
y allí se quedan sin avidez ni esfuerzo; temblando, eso sí».
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