El acero
(1928), de František
Kupka
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«Sí, tal vez existiera ese universo
invulnerable a los destructivos poderes del tiempo; pero era un helado museo de
formas petrificadas, aunque fuesen perfectas, formas regidas y quizá concebidas
por el espíritu puro. Pero los seres humanos son ajenos al espíritu puro,
porque lo propio de esta desventurada raza es el alma, esa región desgarrada
entre la carne corruptible y el espíritu puro, esa región intermedia en que
sucede lo más grave de la existencia: el amor y el odio, el mito y la ficción,
la esperanza y el sueño. Ambigua y angustiada, el alma sufre (¡cómo no podría
no sufrir!), dominada por las pasiones del cuerpo mortal y aspirando a la
eternidad del espíritu, vacilando perpetuamente entre la podredumbre y la
inmortalidad, entre lo diabólico y lo divino. Angustia y ambigüedad de la que
en momentos de horror y éxtasis crea su poesía, que surge de ese confuso
territorio y como consecuencia de esa misma confusión: un Dios no escribe
novelas».
(SÁBATO, Ernesto. Abaddón, el exterminador. Barcelona: Seix Barral, 1983, p. 368).
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