Snow scene at Argenteuil (1875), de Claude Monet |
Yo no soy católica (salvo por
nacimiento y tradición), ni protestante (salvo por algunas lecturas y por la
influencia de algunos grandes ejemplos), ni siquiera cristiana en el sentido
pleno del término, pero todo me lleva a celebrar esta fiesta tan rica en
significaciones y también su cortejo de fiestas menores como el día de San
Nicolás y la Santa Lucía nórdicas, la Candelaria y la Fiesta de los Reyes
Magos. Pero limitémonos a hablar de la Navidad, esa fiesta que es de todos. Lo
que se celebra es un nacimiento como debieran ser todos, el de un niño esperado
con amor y respeto, que lleva en su persona la esperanza del mundo. Se trata de
gente pobre: una antigua balada francesa nos describe a María y a José buscando
tímidamente por todo Belén una posada al alcance de su bolsillo, sin que nadie
acepte alojarlos, ya que los posaderos prefieren a unos clientes más brillantes
y más ricos, siendo finalmente insultados por uno de los que “aborrecen a los
pobretones”. Es la fiesta de los hombres de buena voluntad –como decía una
fórmula que no siempre encontramos ahora, desgraciadamente, en las versiones
modernas de los Evangelios-, desde la sirvienta sordomuda de los cuentos de la
Edad Media que ayudó a María en el parto hasta José que calentó ante una escasa
lumbre los pañales del recién nacido, y hasta los pastores embadurnados de
grasa de oveja y a quienes Dios juzgó dignos de ser visitados por los ángeles.
Es la fiesta de una raza a menudo despreciada y perseguida, puesto que el
Recién Nacido del gran mito cristiano aparece en la tierra como un niño judío
(empleo la palabra mito con respeto, como la emplean los etnólogos de nuestro
tiempo, y como algo que significa las grandes verdades que nos superan y a las
que necesitamos para vivir).
Es la fiesta de los animales que
participan en el misterio sagrado de esa noche, maravilloso símbolo cuya
importancia comprendieron algunos santos y sobre todo San Francisco, pero en el
que han descuidado y descuidan inspirarse muchos cristianos corrientes. Es la
fiesta de la comunidad humana, ya que es, o será dentro de unos días, la de los
Tres Reyes cuya leyenda nos cuenta que uno de ellos era Negro, alegorizando así
todas las razas de la tierra que llevan al niño la variedad de sus dones. Es
una fiesta de gozo, pero también teñida de patetismo puesto que ese pequeño a
quien se adora será algún día el Hombre de los Dolores. Es, finalmente, la
fiesta de la misma Tierra, que en los iconos de la Europa del Este vemos a
menudo postrada a la entrada de la gruta en donde el niño escogió nacer; de la
Tierra que en su marcha rebasa en esos momentos el punto del solsticio de
invierno y nos arrastra a todos hacia la primavera. Y por esta razón, antes de
que la Iglesia fijara esa fecha del nacimiento de Cristo, era ya, en épocas
remotas, la fiesta del Sol.
Parece que no es malo recordar estas
cosas que todo el mundo sabe y que tantos de nosotros olvidan».
(YOURCENAR,
Marguerite. El tiempo, gran escultor.
Madrid: Alfaguara, 1989, p. 139-141).
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