«Llega un momento en la vida cuando el
tiempo nos alcanza. (No sé si expreso esto bien). Quiero decir que a partir de
tal edad nos vemos sujetos al tiempo y obligados a contar con él, como si
alguna colérica visión con espada centelleante nos arrojara del paraíso
primero, donde todo hombre una vez ha vivido libre del aguijón de la muerte.
¡Años de niñez en que el tiempo no existe! Un día, unas horas son entonces
cifra de la eternidad. ¿Cuántos siglos caben en las horas de un niño?
Recuerdo aquel rincón del patio de la casa
natal, yo a solas y sentado en el primer peldaño de la escalera de mármol. La
vela estaba echada, sumiendo el ambiente en una fresca penumbra, y sobre la
lona, por donde se filtraba tamizada la luz del mediodía, una estrella
destacaba sus seis puntas de paño rojo. Subían hasta los balcones abiertos, por
el hueco del patio, las hojas anchas de las latanias, de un verde oscuro
brillante, y abajo, en torno de la fuente, estaban agrupadas las matas floridas
de adelfas y azalea. Sonaba el agua al caer con un ritmo igual, adormecedor, y
allá en el fondo del agua unos peces escarlata nadaban con inquieto movimiento,
centelleando sus escamas en un relámpago de oro. Disuelta en el ambiente había
una languidez que lentamente iba invadiendo mi cuerpo.
Allí, en el absoluto silencio estival,
subrayado por el rumor del agua, los ojos abiertos a una clara penumbra que
realzaba la vida misteriosa de las cosas, he visto cómo las horas quedaban
inmóviles, suspensas en el aire, tal la nube que oculta un dios, puras y
aéreas, sin pasar».
(CERNUDA, Luis. Ocnos. Sevilla: Ayuntamiento, 2002, p. 31-32).
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