«Estaba en
casa, escribiendo mi libro. En páginas: un poco más de la mitad, momento en que
me empieza a gustar, a gustar de veras, lo que estoy escribiendo... aunque eso
no significa que el libro sea a partir de ahí más fácil de escribir. Me sentía
agarrotada. Tenía sueño. La heroína de mi novela acababa de tener una rabieta y
me había dejado exhausta. Quería acostarme, pero no en la cama, que está en
otra habitación, ni tampoco en el sofá. No quería abandonar mi libro. Sólo
quiero dormir unos momentos. Escribir es volar. Y mi equilibrio interior exige
ahora que me acueste. Felizmente agotada, necesito el libro para que me
mantenga pegada al suelo. Bajo la nítida luna y el aire plateado, sobre la
hierba recién cortada, debajo del libro (a un poco más de la mitad); por tanto,
fuera del alcance del teléfono y del fax,
y lejos de otros libros, de los múltiples libros que admiro de otros
autores, que te protegen del monstruo televisivo que devora tu cerebro... Como
veis, me he alejado de todo. Incluso de mi propio libro, que me resguarda.
Encima el libro, debajo la tierra. Sea lo que sea lo que sueñe sobre mi libro,
apenas lo recordaré cuando despierte. Escucho el latido de la tierra».
(SONTAG, Susan y BUCHHOLZ, Quint. El libro de los libros: historias de
imágenes. Madrid: Lumen, 1998, p. 90-91).
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