Cuentos de la selva (1895), de James Jebusa Shannon |
«Tú, que lees este libro, has vivido durante algunos años en un mundo oral. Desde tus balbuceos con lengua de trapo hasta que aprendiste a leer, las palabras solo existían en la voz. Encontrabas por todas partes los dibujos mudos de las letras, pero no significaban nada para ti. Los adultos que controlaban el mundo, ellos sí, leían y escribían. Tú no entendías bien qué era eso, ni te importaba demasiado porque no entendías bien qué era eso, ni te importaba demasiado porque te bastaba hablar. Los primeros relatos de tu vida entraron por las caracolas de tus orejas; tus ojos aún no sabían escuchar. Luego llegó el colegio: los palotes, los redondeles, las letras, las sílabas. En ti se ha cumplido a pequeña escala el mismo tránsito que hizo la humanidad desde la oralidad a la escritura.
Mi madre me leía libros todas las noches, sentada en la orilla de mi cama. Ella la rapsoda; yo, su público fascinado. El lugar, la hora, los gestos y los silencios eran siempre los mismos, nuestra íntima liturgia. Mientras sus ojos buscaban el lugar donde había abandonado la lectura y luego retrocedían unas frases atrás para recuperar el hilo de la historia, la suave brisa del relato se llevaba todas las preocupaciones del día y los miedos intuidos de la noche. Aquel tiempo de lectura me parecía un paraíso pequeño y provisional –después he aprendido que todos los paraísos son así, humildes y transitorios–».
(VALLEJO, Irene. El infinito en un junco: la invención de los libros en el mundo antiguo. 11ª ed. Madrid: Siruela, 2020, p. 98-99).
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