«Y pareció que de nuevo aquel hombre le adivinaba el pensamiento porque antes de continuar con su historia, otra noche le dijo:
–Supongo que te habrás preguntado por qué te hablé de algo tan personal y privado a ti, precisamente a ti a quien apenas conozco. A cuento de qué estos desahogos. Pero es que, según mi modo de ver las cosas, tú no eres un desconocido para mí. Es posible incluso que, en cierto modo, te conozca mejor que tú a ti mismo. No es fácil explicar esto. Sois como una secta y sois inconfundibles. Me refiero a vosotros, los fugitivos, los prófugos, los que van de paso y aprisa por la vida como si la vida fuese un viaje hacia una meta y hubiera que apresurarse a cada instante, sin detenerse nunca. Me admiro, y a la vez os compadezco, por ese modo que tenéis de vivir de prestado, de empezar a desdibujaros y a empalidecer apenas llegáis a un sitio, del visto y no visto, del aquí y del allá, de ese dejar en cada lugar la incertidumbre de vuestra presencia, creando así en los otros la duda, la posibilidad de que la vida tenga mucho de ilusión o de sueño, o de que los fantasmas existan de verdad. Te reconocí enseguida, casi en cuanto te vi. Igual que los santos llevan su aura, también vosotros tenéis algo, un aire, un modo inestable de estar, el cansancio del viajero sin rumbo, la inquietud ante la amenaza de la permanencia…, una actitud ante la vida que os hace poco menos que inconfundibles. No sé explicarlo mejor, pero yo sé lo que me digo».
(LANDERO, Luis. Absolución. Barcelona: Tusquets, 2012, p. 157-158).
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