La dama de Shalott (1888), de John William Waterhouse
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Olvido de los nombres de la costumbre,
de las muescas del recuerdo.
Perdido en el hueco de las cosas,
en la perfección de la flor.
Encuentros
que dejan señal,
o tal vez sentimientos
que abaten torres, que golpean
las paredes del sueño.
¿De dónde los signos, que a su nombre
vida añadieron?
¿De qué manera nos fue dado
reconstruir los fundamentos
de tan despoblada arquitectura
si no tenemos
conciencia clara
Me vivo distante.
Intento
cogerme el alma con las manos.
No la encuentro.
¿Somos sólo apariencia,
fantasmas en la sombra, pocos ciegos
en el que nos precipitamos?
Recurro a la memoria y no recuerdo
los nombres ni los números.
El salmo y la canción han perdido sus ecos
y en implacables laberintos
me pierdo.
¡Oh tigre de rituales complacencias!
¿Por qué destilar los besos?
¿Por qué vaciar de amor las agonías,
si quedamos huecos, sin sombra, huecos?
Sin nombre, sin memoria,
sin números ni versos,
olvidados del olvido,
inapelablemente muertos...
(CRÉMER, Victoriano. La escondida senda.
Valladolid: Consejería de Cultura y Turismo, 1993, p. 57-58).
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