Librería
El Péndulo (México D.F.)
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«Aureliano se
fue, y no volvió a salir ni siquiera por curiosidad cuando oyó el rumor de los
funerales solitarios. A veces, desde la cocina, veía a José Arcadio deambulando
por la casa, ahogándose en una respiración anhelante, y seguía escuchando sus
pasos por los dormitorios en ruinas después de la medianoche. No oyó su voz en
muchos meses, no sólo porque José Arcadio no le dirigía la palabra, sino porque
él no tenía deseos de que ocurriera, ni tiempo de pensar en nada distinto de
los pergaminos. A la muerte de Fernanda, había sacado el penúltimo pescadito y
había ido a la librería del sabio catalán, en busca de los libros que le hacían
falta.
No le interesó nada de lo que vio en el trayecto, acaso porque carecía
de recuerdos para comparar, y las calles desiertas y las casas desoladas eran
iguales a como las había imaginado en un tiempo en que hubiera dado el alma por
conocerlas. Se había concedido a sí mismo el permiso que le negó Fernanda, y
sólo por una vez, con un objetivo único
y por el tiempo mínimo indispensable, así que recorrió sin pausa las
once cuadras que separaban la casa del callejón donde antes se interpretaban
los sueños, y entró acezando en el abigarrado y sombrío local donde apenas
había espacio para moverse. Más que una librería, aquella parecía un basurero
de libros usados, puestos en desorden en los estantes mellados por el comején,
en los rincones amelazados de telaraña, y aun en los espacios que debieron
destinarse a los pasadizos. En una larga mesa, también agobiada de mamotretos,
el propietario escribía una prosa incansable, con una caligrafía mojada, un
poco delirante, y en hojas sueltas de cuaderno escolar. Tenía una hermosa
cabellera plateada que se le adelantaba en la frente como el penacho de una cacatúa,
y sus ojos azules, vivos y estrechos, revelaban la mansedumbre del hombre que
ha leído todos los libros. Estaba en calzoncillos, empapado de sudor, y no
desantendió la escritura para ver quién había llegado. Aureliano tuvo
dificultad para rescatar de entre aquel desorden de fábulos los cinco libros
que buscaba, pues estaban en el lugar exacto que le indicó Melquíades. Sin
decir una palabra, se los entregó junto con el pescadito de oro al sabio
catalán, y éste los examinó, y sus párpados se contrajeron como dos almejas.
“Debes estar loco”, dijo en su lengua, alzándose de hombros, y le devolvió a
Aureliano los cinco libros y el pescadito.
-Llévatelos -dijo en castellano-. El último hombre que leyó esos libros debió ser Isaac el Ciego, así que piensa bien lo que haces».
-Llévatelos -dijo en castellano-. El último hombre que leyó esos libros debió ser Isaac el Ciego, así que piensa bien lo que haces».
(GARCÍA MÁRQUEZ, Gabriel. Cien años de soledad. 2ª ed. Barcelona: Círculo de Lectores, 1990, p. 267-268).
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