Cupido (1905), de Edvard Munch
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Si el hombre pudiera decir lo que ama,
si el hombre pudiera levantar su amor por el cielo
como una nube de luz;
si como muros que se derrumban,
para saludar la verdad erguida en medio,
pudiera derrumbar su cuerpo, dejando sólo la verdad de su
amor,
la verdad de sí mismo, que no se llama gloria, fortuna o
ambición,
sino amor o deseo,
yo sería al fin aquel que imaginaba;
aquel que con su lengua, sus ojos y sus manos
proclama ante los hombres la verdad ignorada,
cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío;
alguien por quien me olvido de esta existencia mezquina,
por quien el día y la noche son para mí lo que quiera,
y mi cuerpo y espíritu flotan en su cuerpo y espíritu,
como leños perdidos que el mar anega o levanta,
libremente, con la libertad del amor,
la única libertad que me exalta,
la única libertad porque muero.
Tú justificas mi existencia.
Si no te conozco, no he vivido;
si muero sin conocerte, no muero porque no he vivido.
(CERNUDA, Luis. La realidad y el deseo. Madrid: Castalia, 1982, p. 150-151).
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