Mujer sentada (1960), de Joan Miró |
«Él dejó caer
la carta, las manos le temblaban. Entonces empezó a cavilar durante un buen
rato. Recordaba vagamente a una niña vecina suya, a una joven mujer que había
encontrado en un local nocturno, pero era un recuerdo poco preciso y
desdibujado, como una piedra que tiembla en el fondo del agua que corre y cuya
forma no acaba de distinguirse. Eran sombras que brotaban abundantemente, que
iban y venían, pero no fue capaz de hacerse una imagen concreta. Recordaba
ciertos sentimientos y, aun así, no conseguía reconstruir todo aquello. Era
como si todas esas figuras hubiesen aparecido en un sueño, como si las hubiera
soñado a menudo y profundamente, pero sólo como si las hubiese soñado.
Entonces su
mirada se posó en el jarrón azul que tenía ante él, encima del escritorio.
Estaba vacío, por primera vez desde hacía años estaba vacío en el día de su
cumpleaños, y se asustó: fue como si, de repente, se hubiese abierto una puerta
invisible y un golpe de aire frío hubiera penetrado desde el más allá en su
tranquila habitación. Sintió a la muerte y sintió un amor inmortal: algo le
atravesó el alma y pensó en aquella mujer invisible, etérea y apasionada como
el recuerdo de una lejana melodía».
(ZWEIG, Stefan. Carta
de una desconocida. 15ª ed. Barcelona:
Acantilado, 2002, p. 65-66).
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