El árbol de la vida (1909), de Gustav Klimt
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«No se habían extinguido los ecos del
homenaje, cuando Ursula llamó a la puerta del taller.
–No me molesten –dijo él–. Estoy ocupado.
–Abre –insistió Ursula con voz cotidiana–. Esto no
tiene nada que ver con la fiesta.
Entonces el coronel Aureliano
Buendía quitó la tranca, y vio en la puerta diecisiete hombres de los más
variados aspectos, de todos los tipos y colores, pero todos con un aire
solitario que habría bastado para identificarlos en cualquier lugar de la
tierra. Eran sus hijos. Sin ponerse de acuerdo, sin conocerse entre sí, habían
llegado desde los más apartados rincones del litoral cautivados por el ruido
del jubileo. Todos llevaban con orgullo el nombre de Aureliano, y el apellido
de su madre. Durante los tres días que permanecieron en la casa, para
satisfacción de Ursula y escándalo de Fernanda, ocasionaron trastornos de
guerra. Amaranta buscó entre antiguos papeles la libreta de cuentas donde
Ursula había apuntado los nombres y las fechas de nacimiento y bautismo de
todos, y agregó frente al espacio correspondiente a cada uno el domicilio
actual. Aquella lista habría permitido hacer una recapitulación de veinte años
de guerra. Habrían podido reconstruirse con ella los itinerarios nocturnos del
coronel, desde la madrugada en que salió de Macondo al frente de veintiún
hombres hacia una rebelión quimérica, hasta que regresó por última vez envuelto
en la manta acartonada de sangre. Aureliano Segundo no desperdició la ocasión
de festejar a los primos con una estruendosa parranda de champaña y acordeón,
que se interpretó como un atrasado ajuste de cuentas con el carnaval malogrado
por el jubileo. Hicieron añicos media vajilla, destrozaron los rosales
persiguiendo un toro para mantearlo, mataron las gallinas a tiros, obligaron a
bailar a Amaranta los valses tristes de Pietro Crespi, consiguieron que
Remedios, la bella, se pusiera unos pantalos de hombre para subir a la cucaña,
y soltaron en el comedor un cerdo embadurnado de sebo que revolcó a Fernanda,
pero nadie lamentó los percances, porque la casa se estremeció con un terremoto
de buena salud. El coronel Aureliano Buendía, que al principio los recibió con
desconfianza y hasta puso en duda la filiación de algunos, se divirtió con sus
locuras, y antes de que se fueran le regaló a cada uno un pescadito de oro».
(GARCÍA MÁRQUEZ, Gabriel. Cien años de soledad. 2ª ed. Barcelona: Círculo de Lectores, 1990, p. 162-163).
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