«Cuentan que los árboles guardan en el
interior de sus ásperas cortezas, ríos de savia y memoria. Ellos, mudos
testigos del devenir humano, recogen sus vidas y las almacenan en su interior,
por eso, cuando los leñadores cortan sus troncos, afirman que, alguna vez,
escuchan ecos de palabras, murmullos de gentes ya muertas con sus voces
intactas; llantos y risas tan reales que pueden enloquecer a quien los escuche.
Por eso, antes de profanar con el filo de sus herramientas el interior de sus
troncos, rezan a los dioses solicitando permiso, concediendo tiempo al árbol
para que, a través de sus hojas, obtenga el tiempo necesario para transmitir
sus recuerdos a otro cercano. Y nunca, según la tradición de los leñadores,
deben cortarse dos árboles próximos para permitir que uno pueda recoger la
memoria del otro y no ardan las vidas de los muertos en las cocinas de los
vivos».
(ÁLVAREZ, Blanca. El
puente de los cerezos. 3ª ed. Madrid: Anaya, 2006,
p.126).
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