«No sé que
suerte de inclemencia está cayendo a plomo sobre el paisaje. La carretera, con
trazas y mañas de río, simula apacibles aguas cristalinas y se aleja bajo la
llovizna. El esplendor de la hierba todavía no es más que una promesa bajo el
cielo de mármol uniforme, sin mácula, sin una grieta de luz. Más allá de
semejante atmósfera atribulada se esconden auroras radiantes y rosadas nubes de
algodón. La lluvia impalpable pudo haber caído hace muchos días, o tal vez
meses, y hasta podría ser que aún no hubiese caído: podría estar parada en el
aire, en suspenso, acechando la mansedumbre de la llanura, abrumando la senda
que reluce y serpentea alejándose. En los pentagramas casi invisibles que
sostienen los postes del telégrafo no se posan pájaros, ni corcheas ni
palabras, y el asfalto espejea con tal porfía y pulcritud que no me extrañaría
que no llevara a parte alguna. Solamente la escritura abierta como una casita
al borde del camino, y el velomotor parado ante ella, expectante y dócil,
sugieren un vínculo afectivo, al compartir respectivamente una presencia y una
ausencia: el fantasma de una voluntad ilustrada, doméstica e itinerante.
Consustanciados libro y vehículo, refugio y sendero. Bajo este cielo desleído,
en medio de tanto esplendor aplazado, la lectura ofrece cobijo».
(MARSÉ, Juan y BUCHHOLZ, Quint. El libro de los libros: historias de
imágenes. Madrid: Lumen, 1998, p. 55-57).
1 comentario:
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