Las rosas de
Heliogábalo (1888), de Lawrence Alma-Tadema
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«En los largos atardeceres del verano
subíamos a la azotea. Sobre los ladrillos cubiertos de verdín, entre las
barandas y paredones encalados, allá en un rincón, estaba el jazminero, con sus
ramas oscuras cubiertas de menudas corolas blancas, junto a la enredadera, que
a esa hora abría sus campanillas azules.
El sol poniente
encendía apenas con toques de oro y carmín los bordes de unas frágiles nubes
blancas que descansaban sobre el horizonte de los tejados. Caprichoso, con
formas irregulares, se perfilaba el panorama de arcos, galerías y terrazas:
blanco laberinto manchado aquí o allá de colores puros, y donde a veces una
cuerda de ropa tendida flotaba henchida por el aire con una insinuación marina.
Poco a poco la copa
del cielo se iba llenando de un azul oscuro por el que nadaban, tal copos de
nieve, las estrellas. De codos en la barandilla, era grato sentir la caricia de
la brisa. Y el perfume de la dama de noche, que comenzaba a despertar su denso
aroma nocturno, llegaba turbador, como el deseo que emana de un cuerpo joven,
próximo en la tiniebla estival».
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