«Eran tres pregones.
Uno cuando llegaba la primavera, alta ya la
tarde, abiertos los balcones, hacia los cuales la brisa traía un aroma áspero,
duro y agudo, que casi cosquilleaba la nariz. Pasaban gentes: mujeres vestidas
de telas ligeras y claras; hombres, unos con traje de negra alpaca o hilo
amarillento, y otros con chaqueta de dril desteñido y al brazo el canastillo,
ya vacío, del almuerzo, de vuelta del trabajo. Entonces, unas calles más allá,
se alzaba el grito de “¡Claveles! ¡Claveles!”, grito un poco velado, a cuyo son
aquel aroma áspero, aquel mismo aroma duro y agudo que trajo la brisa al
abrirse los balcones, se identificaba y fundía con el aroma del clavel.
Disuelto en el aire había flotado anónimo, bañando la tarde, hasta que el
pregón lo delató, dándole voz y sonido, clavándolo en el pecho bien hondo, como
una puñalada cuya cicatriz el tiempo no podrá borrar...».
(CERNUDA, Luis. Ocnos. Sevilla: Ayuntamiento, 2002, p. 33-34).
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