«Son femeninos los símbolos de la revolución
francesa, mujeres de mármol o bronce, poderosas tetas desnudas, gorros frigios,
banderas al viento.
Pero la revolución proclamó la Declaración
de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, y cuando la militante
revolucionaria Olympia de Gouges propuso la Declaración de los Derechos de la
Mujer y de la Ciudadana, marchó presa, el Tribunal Revolucionario la sentenció
y la guillotina le cortó la cabeza.
Al pie del cadalso, Olympia preguntó:
–Si las mujeres estamos capacitadas para
subir a la guillotina, ¿por qué no podemos subir a las tribunas públicas?
No
podían. No podían hablar, no podían votar. La Convención, el Parlamento
revolucionario, había clausurado todas las asociaciones políticas femeninas y
había prohibido que las mujeres discutieran con los hombres en pie de igualdad.
Las compañeras de lucha de Olympia de Gouges
fueron encerradas en el manicomio. Y poco después de su ejecución, fue el turno
de Manon Roland. Manon era la esposa del ministro del Interior, pero ni eso la
salvó. La condenaron por su antinatural tendencia a la actividad política. Ella
había traicionado su naturaleza femenina, hecha para cuidar el hogar y parir
hijos valientes, y había cometido la mortal insolencia de meter la nariz en los
masculinos asuntos de estado.
Y la guillotina volvió a caer».
(GALEANO, Eduardo. Espejos : una historia casi universal. México: Siglo XXI, 2008, p.172).
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