Estudio para el lenguaje de las verticales (1911),
de František Kupka
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«El joven dio
las gracias: aquel lugar, para instruirse, valía tanto como la escuela de
Greenwich. Elie le enseñó todo aquello. La imprenta estaba situada en un patio
cerrado por la parte que daba a la calle; se oía el murmullo de una fuente. Vio
la sala en donde estaban las prensas manuales y el cuarto de los linotipistas,
inclinados sobre sus cajas; el almacén, lleno de montones de papel, y la sala
de ventas y embalajes, donde ponían los volúmenes, oliendo aún a tinta fresca,
antes de ser enviados a Alemania, a
Inglaterra e incluso a Francia y a Italia. En la pared habían colgado una lista
con el nombre de las obras prohibidas en aquellos distintos países, cuyo envío
hubiera dado lugar a confiscaciones y pérdidas. Las más valiosas ediciones, que
eran el orgullo de Elie, encuadernadas en vitela o en badana, tapizaban una
estrecha sala de visitas, flanqueadas por unos cuantos desgastados volúmenes de
genealogía y de historia, así como por
diccionarios y compendios donde los correctores, en caso de duda, se suponía
consultaban un nombre propio, una palabra insólita o un giro inusitado. Uno de
aquellos mondadores de palabras era un hombre de mediana edad, meticuloso como
ninguno, pero amargado por su mala fortuna, pues él era –según decía–, y no
Elie Adriansen, quien hubiera debido comprar, si hubiese sabido aprovechar la
ocasión, la bien surtida librería de Johannes Jansseionius. El otro, buen
compañero, había ocupado en otros tiempos una cátedra en un colegio, y la envidia
de sus colegas –si se creían sus palabras–
pronto lo expulsaron de ella. Este último, mientras trabajaba, tarareaba
en griego versos de Anacreonte, poniéndoles una musiquilla de moda. Sin las
consecuencias de la bebida, aquel prodigio de saber hubiérase bastado para
todo, pero sus resacas solían durar varios días.
Aquellos dos
compadres le enseñaron de buen grado las triquiñuelas del oficio, como, por
ejemplo, leer un texto al revés para no dejarse distraer por el sentido de las
palabras, o dedicarse por entero tan pronto a la caza de errores como a los de
sintaxis; ora a la alienación, ora a las mayúsculas. Su latín de colegial,
cuyas carencias sabía, le obligaba a ser más lento y más cuidadoso que aquellos
dos listos: pronto descargaron en él las tareas más fastidiosas. En ocasiones,
lleno de escrúpulos y con la esperanza de instruirse, planteaba tímidamente una
pregunta a los doctos que frecuentaban la espaciosa sala del librero».
(YOURCENAR, Marguerite. Como el agua que fluye. 1ª ed., 6ª reimp. Madrid: Alfaguara, 1989,
p. 110-111).
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