«De acuerdo con la convocatoria, unos veinte
aspirantes acudimos a las ocho de la mañana para el concurso de ingreso. Por
fortuna no era un examen escrito, sino que había tres maestros que nos llamaban
en el orden en que nos habíamos inscrito la semana anterior, y hacían un examen
sumario de acuerdo con nuestros certificados de estudios anteriores. Yo era el
único que no los tenía, por falta de tiempo para pedirlos al Montessori y a la
escuela primaria de Aracataca, y mi madre pensaba que no sería admitido sin
papeles. Pero decidí hacerme el loco. Uno de los maestros me sacó de la fila
cuando le confesé que no los tenía, pero otro se hizo cargo de mi suerte y me
llevó a su oficina para examinarme sin requisito previo. Me preguntó qué
cantidad era una gruesa, cuántos años eran un lustro y un milenio, me hizo
repetir las capitales de los departamentos, los principales ríos nacionales y
los países limítrofes. Todo me pareció de rutina hasta que me preguntó qué libros
había leído. Le llamó la atención que citara tantos y tan variados a mi edad, y
que hubiera leído Las mil y una noches, en una edición para adultos en
la que no se habían suprimido algunos de los episodios escabrosos que
escandalizaban al padre Angarita. Me sorprendió saber que era un libro
importante, pues siempre había pensado que los adultos serios no podían creer
que salieran genios de las botellas o que las puertas se abrieran al conjuro de
las palabras. Los aspirantes que habían pasado antes de mí no habían tardado
más de un cuarto de hora cada uno, admitidos o rechazados, y yo estuve más de
media hora conversando con el maestro sobre toda clase de temas. Revisamos
juntos un estante de libros apretujados detrás de su escritorio, en el que se
distinguía por su número y esplendor El tesoro de la juventud, del cual
había oído hablar, pero el maestro me convenció de que a mi edad era más útil
el Quijote. No lo encontró en la biblioteca, pero me prometió
prestármelo más tarde. Al cabo de media hora de comentarios rápidos sobre Simbad
el marino o Robinson Crusoe, me acompañó hasta la salida sin decirme
si estaba admitido. Pensé que no, por supuesto, pero en la terraza me despidió
con un apretón de mano hasta el lunes a las ocho de la mañana, para matricularme
en el curso superior de la escuela primaria: el cuarto año».
(GARCÍA MÁRQUEZ, Gabriel. Vivir para contarla. 4ª ed. Barcelona: Random House Mondadori, 2005, p. 151-153).
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