«Una aventura pavorosa se la debo a las
obras completas de Freud, que habían llegado a la biblioteca. No entendía nada
de sus análisis escabrosos, desde luego, pero sus casos clínicos me llevaban en
vilo hasta el final, como las fantasías de Julio Verne. El maestro Calderón nos
pidió que le escribiéramos un cuento con tema libre en la clase de castellano.
Se me ocurrió el de una enferma mental de unos siete años y con un título
pedante que iba en sentido contrario al de la poesía: “Un caso de sicosis
obsesiva”. El maestro lo hizo leer en clase. Mi vecino de asiento, Aurelio
Prieto, repudió sin reservas la petulancia de escribir sin la mínima formación
científica ni literaria sobre un asunto tan retorcido. Le expliqué, con más
rencor que humildad, que lo había tomado de un caso clínico descrito por Freud
en sus memorias y mi única pretensión era usarlo para la tarea. El maestro
Calderón, tal vez creyéndome resentido por las críticas ácidas de varios
compañeros de clase, me llamó aparte en el recreo para animarme a seguir
adelante por el mismo camino. Me señaló que en mi cuento era evidente que
ignoraba las técnicas de la ficción moderna, pero tenía el instinto y las
ganas. Le pareció bien escrito y al menos con intención de algo original. Por
primera vez me habló de la retórica. Me dio algunos trucos prácticos de
temática y métrica para versificar sin pretensiones, y concluyó que de todos
modos debía persistir en la escritura aunque sólo fuera por salud mental.
Aquélla fue la primera de las largas conversaciones que sostuvimos durante mis
años del liceo, en los recreos y en otras horas libres, y a las cuales debo
mucho en mi vida de escritor».
(GARCÍA MÁRQUEZ, Gabriel. Vivir para contarla. 4ª ed. Barcelona: Random House Mondadori, 2005, p. 213-214).
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