5 nov 2024

Soporte esencial de la lectura

«Si el poeta Marcial puede agenciarse una máquina del tiempo y visitar esta tarde mi casa, encontraría pocos objetos conocidos. Le asombrarían los ascensores, el timbre de la puerta, el router, los cristales de las ventanas, el frigorífico, las bombillas, el microondas, las fotografías, los enchufes, el ventilador, la caldera, la cadena del váter, las cremalleras, los tenedores y el abrelatas. Se asustaría al escuchar el silbido de la olla exprés y daría un respingo cuando empezasen las embestidas de la lavadora. Alarmado, buscaría dónde se esconden las personas que hablan desde la radio. […] Pero entre mis libros se sentiría cómodo. Los reconocería. Sabría sujetarlos, abrirlos, pasar las páginas. Seguiría el surco de las líneas con su dedo índice. Sentiría alivio –algo queda de su mundo entre nosotros–.

Por eso, ante la catarata de predicciones apocalípticas sobre el futuro del libro, yo digo: un respeto. No subsisten tantos artefactos milenarios entre nosotros. Los que quedan han demostrado ser supervivientes difíciles de desalojar (la rueda, la silla, la cuchara, las tijeras, el vaso, el martillo, el libro…). Algo hay en su diseño básico y en su depurada sencillez que ya no admite mejoras radicales. Han superado muchas pruebas –sobre todo, la prueba de los siglos– sin que hayamos descubierto ningún artilugio mejor para cumplir su función, más allá de pequeños ajustes en sus materiales o componentes. Rozan la perfección en su humilde esfera utilitaria. Por eso creo que el libro seguirá siendo el soporte esencial para la lectura –o algo muy parecido a lo que el libro nunca ha dejado de ser, incluso desde antes de la invención de la imprenta–».


(VALLEJO, Irene. El infinito en un junco: la invención de los libros en el mundo antiguo. 11ª ed. Madrid: Siruela, 2020, p. 316-317).

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