7 oct 2012

Luz de otoño

Otoño en Praga, Mirador de Letenské sady.
   «El otoño tiene también su verano, ese minuto en que se incendia su oro y se convierte en fuego; el aire se adensa y la luz se hace pastosa, corpórea, más visible que en el verano, y sólo permite, y hasta invita, a que se le mire y, antes de caer, se vuelve pálido como un fantasma de sí mismo, imagen pura de la luz solar; astro que sin decadencia alguna ha cedido ante el requerimiento de la mirada humana.

2 oct 2012

La paciencia del papel


Ana Frank, en el escritorio de su casa.
      «Para alguien como yo es una sensación muy extraña escribir un diario. No sólo porque nunca he escrito, sino porque me da la impresión de que más tarde ni a mí ni a ninguna otra persona le interesarán las confidencias de una colegiala de trece años. Pero eso en realidad da igual, tengo ganas de escribir y mucho más aún de desahogarme y sacarme de una vez unas cuantas espinas. “El papel es más paciente que los hombres.”

29 sept 2012

Un sueño


Sala principal de la Biblioteca del Klementinum de Praga.
   «Hacia el alba, soñó que se había ocultado en una de las naves de la biblioteca del Clementinum. Un bibliotecario de gafas negras le preguntó: ¿Qué busca? Hladík le replicó: Busco a Dios. El bibliotecario le dijo: Dios está en una de las letras de una de las páginas de uno de los cuatrocientos mil tomos del Clementinum. Mis padres y los padres de mis padres han buscado esa letra; yo me he quedado ciego buscándola. Se quitó las gafas y Hladík vio los ojos, que estaban muertos. Un lector entró a devolver un atlas. Este atlas es inútil, dijo, y se lo dio a Hladík. Éste lo abrió al azar. Vio un mapa de la India, vertiginoso. Bruscamente seguro tocó una de las mínimas letras. Un voz ubicua le dijo: El tiempo de tu labor ha sido otorgado. Aquí Hladík se despertó. Recordó que los sueños de los hombres pertenecen a Dios y que Maimónides ha escrito que son divinas las palabras de un sueño, cuando son distintas y claras y no se puede ver quién las dijo».


(BORGES, Jorge Luis. Artificios.  Madrid: Alianza Editorial, 1993, p. 56). 

26 sept 2012

Mi última noche en Woroïno


La sonrisa de una lágrima (1973),  de Joan Miró
   «Una noche, en el mes de septiembre, la noche que precedió a nuestro regreso a Viena, cedí a la atracción del piano que había permanecido cerrado hasta entonces. Estaba solo, en el salón casi del todo a oscuras; era, ya te lo he dicho, mi última noche en Woroïno. Desde hacía algunas semanas, una inquietud física se había metido dentro de mí, fiebre, insomnios contra los que luchaba en vano y de los que echaba la culpa al otoño. Hay música fresca con la que uno se desaltera. Por lo menos, yo lo creía así. Me puse a tocar. Tocaba al principio con precaución, suavemente, delicadamente, como si tuviera que dormir a mi alma dentro de mí.

19 sept 2012

El fruto del libro


Leyendo una historia (c. 1878-79), de James Jacques Tissot
 «Mientras la lectura sea para nosotros la iniciadora cuyas llaves mágicas nos abren en nuestro interior la puerta de estancias a las que no hubiéramos sabido llegar solos, su papel en nuestra vida es saludable. Se convierte en peligroso por el contrario cuando, en lugar de despertarnos a la vida personal del espíritu, la lectura tiende a suplantarla, cuando la verdad ya no se nos presenta como un ideal que no esté a nuestro alcance por el progreso íntimo de nuestro pensamiento y el esfuerzo de nuestra voluntad, sino como algo material, abandonado entre las hojas de los libros como un fruto madurado por otros y que no tenemos más que molestarnos en tomarlo de los estantes de las bibliotecas para saborearlo a continuación pasivamente, en una perfecta armonía de cuerpo y mente».

(PROUST, Marcel. Sobre la lectura. Valencia: Pre-textos, 1997, p. 43).



13 sept 2012

Svidrigáilov


Spirals  (1953)de M.C. Escher
   «Raskólnikov no había tenido tiempo de abrir los ojos del todo y volvió a cerrarlos un instante. Estaba acostado sobre la espalda y no se movió. “¿Continúo soñando?”, pensó. Y volvió a levantar las pestañas, insensiblemente, para mirar; el desconocido seguía de pie en el mismo sitio y no había dejado de contemplarle. De pronto, aquel hombre cruzó el umbral con cautela, cerró la puerta tras él, con sumo cuidado, se acercó a la mesa, esperó un minuto, poco más o menos –mientras tanto no apartó la vista de Raskólnikov–, y sin hacer ruido, se sentó en la silla, junto al sofá; dejó el sombrero en el suelo, a su lado; se apoyó con ambas manos en el bastón y posó la barbilla en las manos.